Es innegable que los hechos de corrupción no sólo afectan el erario de los bogotanos sino retrasan la marcha de los proyectos financiados con los dineros desfalcados, entorpecen la economía de los contratistas, disminuyen la confianza ciudadana en las instituciones políticas, ralentizan los procesos institucionales, vuelven rémora las prácticas organizacionales de las instituciones estatales y ayuden a corromper la conciencia de la totalidad de los funcionarios públicos. Y en el peor de los casos, como hemos atestiguado con el contralor Morales-Russi, son los encargados de controlar nuestros recursos quienes contribuyen al camino del puerto limpio de los sucios actos.
Tenemos historia que contar siendo robados. Según declaraciones en 2018 del Veedor Distrital de Bogotá Jaime Torres Melo, sólo en aquello que se puede probar los bogotanos perdimos más de 91 mil millones de pesos en el período comprendido entre 2000 y 2009. La triste realidad, supondríamos, es que la mayoría de las conductas tipificadas como cohecho, peculado, concusión, soborno o tráfico de influencias, no son detectadas por los entes de control, la lupa de la opinión pública, aunque en gran proporción tristemente advertidas por la percepción ciudadana.
En Bogotá, existen factores sociopolíticos que facilitan las prácticas corruptas: la baja divulgación de la información institucional por parte de las entidades estatales, los obstáculos para que la ciudadanía acceda a las informaciones de interés público, las marrullerías en los procesos de gestión administrativa, las flaquezas en el control interno y externo de gestión estatal –tal como se apreció en el Carrusel de la Contratación con la joyita del otrora contralor-. Según el mismo Torres Melo, los mayores riesgos de corrupción en Bogotá recaen sobre el Departamento Administrativo del Servicio Civil Distrital, la Unidad Administrativa Especial de Servicios Públicos, la Secretaría de Desarrollo Económico, el Jardín Botánico, el Instituto Distrital para la Protección de la Niñez y la Juventud, siendo el Concejo de Bogotá la institución pública que más peligra.
Una reciente evaluación de la Veeduría Distrital mostró que 9 de las 15 Secretarías Distritales de nuestra capital presentan deficiencias para combatir la corrupción. Según este estudio el 53% de los servidores públicos del distrito asegura que no denunciaría actos de corrupción. De ese 53 por ciento, el 13% no denuncia por represalias, el 12 por ausencia de mecanismos de denuncia que garanticen protección al denunciante, el 11 % por ausencia de investigación o castigo, el 9 por evitar vendettas, el 7 por no saber cómo denunciar y el 1% por la complejidad que resulta interponer una denuncia.
Las percepciones que intervienen en la abstención de la denuncia no son infundadas. La veeduría encontró que sólo seis de las nueve secretarías tienen procedimientos para el trámite de denuncias; que 31 de las 34 entidades públicas del distrito no cuentan con lineamientos de protección al denunciante y que 16 de esas 34 no presentan lineamientos de custodia para la protección de los datos del denunciante.
Los bogotanos contamos con un deshonroso 7% de la torta nacional en hechos de corrupción, según Así se mueve la corrupción, un reciente informe de la corporación Transparencia por Colombia. Diecinueve hechos de corrupción presentados en el período 2016-2018 nos dejan mal parados. Así las cosas la corrupción nos carcome, mientras los bogotanos podemos comernos a los corruptos.